20090912

Pongamos que hablo de Olavarría

Hay corazones errantes que vagan por el mundo buscando un árbol cuyas raíces les haga sentirse seguros. Algunos sin un rumbo fijo, se encuentran perdidos, en una oscuridad continua. No crecen ni evolucionan y dañan a los que les acompañan por el sendero de sus vidas. Otros son inquietos, inseguros y sin embargo saben que meta alcanzar y las teclas que deben tocar para que no suene desafinado.
Tras unas cuantas estaciones dejándome llevar a dónde la brisa susurraba que podría encarar mi asentamiento futuro, llego a Olavarría. Como cualquier pueblo que puedan tener en mente, no es grande, ni tiene una multitud de actividades por ofrecer. Hay gente a quien no le interesas, personas desinteresadas y atentas, y villanos de película, como en todo ecosistema. Ya hablé de coches antiguos, calma y belleza, contacto y trato humano. Los pequeños detalles y las sensaciones son las que unen el alma a un lugar.
Sería repetirme demasiado el decir que estoy feliz y tranquila. Hay imágenes que dicen más que las palabras. Yo trataré de ilustrar con mis pobres vocablos algunas de esas imágenes: Un ventanal abierto, el sol quemándote la cara, la visión de pequeñas casitas, niños que salen de un colegio, camionetas ronroneando en la calzada, vecinas que observan a través de sus ventanas. Tú y tu ordenador, una habitación vacía, sólo un espejo y tu imagen, sentada en el suelo, escribiendo, apoyada contra la ventana.
Un arroyo, tus piernas sintiendo el rocío en la hierba, niños saltando sobre un puente de madera, gente de todas las edades sentados en mantas, en sillas de playa, comparten mate. Antología de Borges entre tus manos…la tarde fresca, nublada.
Olor a leña, carne de vacuno en la parrilla, amigos riendo, vino y cerveza, Andrés Calamaro o Sabina en la despensa, intercambios de opiniones, vivencias e ideas.
Una calle desierta, un paseo hasta un restaurante céntrico construido en piedra. Agua fresca, buen solomillo y helado de dulce de leche. El único acompañante a la mesa, el silencio.
Hojas bailando con el viento, pequeñas cascadas de agua clara, una cesta de picnic con mate y pastas, 3 amigos y en tus manos una cámara. Dos flamencos alzan el vuelo, las zapatillas se manchan de barro y los pies no se resisten a chapotear en el agua…
Tormenta tropical repentina un domingo por la tarde, tan sólo una tienda de todo a cien a la argentina abierta. Entre todos los paraguas a escoger, optas por uno con forma de cabeza de pato gigante. La gente te mira al pasar, os sonreís mutuamente, el agua empapa tus zapatillas, pero todo está bien, te sientes un niño.
Estas son sólo algunas de las imágenes que puede brindar Olavarría a diario. Un lienzo en blanco por pintar. Retomar deseos, sueños y aficiones perdidas Cumplir con las rutinas con las que nunca fuiste capaz de comprometerte, y cumplir también con los propósitos de cada año nuevo (El gimnasio y los masajes por menos de 15 euros al mes, ayudan bastante).
En este pueblo se llega a la conclusión de que lo que verdaderamente ramifica los corazones de sus habitantes y visitantes es el verbo compartir. Se trata de un universo paralelo al resto de caóticas ciudades. La familiaridad de sus conciudadanos se presta a reuniones contantes para beber y comer (¿qué si no?). La carne y el mate (para los no eruditos, brebaje a base de hierbas que se toma en una temperatura no apta para españolitos) sirven de pretexto continuo para tenderse la mano los unos a los otros y formar parte de la vida ajena.
Al caer la noche, cual vampírica criatura, el paisaje se vuelve azulado. El firmamento cuajado de estrellas vela de las calles vacías, que no serán ocupadas por los jóvenes y no tan jóvenes hasta que el reloj empiece a marcar las dos o tres de la mañana. Actuaciones, caraoques y bailes plagan los “boliches”. Entaconada y maqueada cruzas la calle (es lo que tiene vivir frente al garito de moda) y entras en una cueva donde serás estrictamente observada. Tras un par de semanas en estas tierras, ya sabes, sin embargo, que las miradas no se deben ni al hecho de ser extranjera, ni a que estés buenísima. La gente de “acá” siempre mira, cuando pasea, cuando come, cuando trabajan…hacen marcajes de arriba abajo, y te acabas acostumbrando. De igual modo, seguiré creyendo que es porque estoy buenísima, eso siempre ayuda a subir la autoestima.
La comida no ayuda por otro lado a mantener este cuerpo serrano. El ibérico, supuesto puerco y graso, al dar paso al vacuno, ha depositado 4 kilos entre barriga y cadera, que dudo que la dieta autóctona ayude a eliminar (lo cual me trae a la cabeza la pregunta existencial de porqué cuando se pierde peso lo primero que desaparecen son las tetas, y cuando se gana no hay manera de que crezcan). De no tomar pan nada más que para mojar salsa, pisas suelo argentino y te topas con harina hasta en la sopa. Las ensaladas son lo único a favor, pero la saturación de hortalizas para compensar las grasas acaban atrayendo a tu cabeza la música de aquellos entrañables dibujos de antaño, los frutis. Y hablando de los frutis, recuerdo que su protagonista era Gazpacho…umhmhm, gazpacho…
Empieza a gruñirme mi estómago, será mejor que vaya tirando al asado donde me han invitado, más carne que llevar a las caderas, experiencias que compartir, y otra estampa para recordar, lo que yo decía…errantes del mundo…vengan a Olavarría.

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